El cliente no existe

Charlemos seguros

El asegurador

 

Así es, querido lector. Lamento ser el portador de tan malas noticias. “El cliente” no existe. Es una bonita ficción, como “el  hombre”, “la  mujer”, “la  familia” y otros estereotipos que utilizamos diariamente con la ilusión de poder identificar fácil y simplemente las preferencias, intereses y gustos de un significativo segmento de la población.

No existe hoy y, de hecho, nunca existió. Lo relevante de la reflexión estriba en que la situación actual es aún más contrastante de lo observado en el pasado reciente.

Las diferencias se han profundizado, se han hecho más notorias y relevantes; y sí, adivina:  ¿qué las ha intensificado? Nuestra  buena amiga, la digitalización, la transformación digital.

Procedo a explicarme.

Pretender que grupos heterogéneos, como el género masculino o el femenino, se comporten de manera uniforme es claramente vano. Para ilustrar, pensemos en sabores de helado. Cuantos más sabores se ofrezcan,   mayor será  la diversidad en las preferencias. 

Actualmente resulta evidente que no podemos dividir entre vainilla y chocolate, simplemente. Claro está que,  si sólo ofrecemos un par de sabores, vamos a obligar, de manera ficticia, a que el público elija uno entre ambos. Pero la concentración de elecciones no se reproduce  si tengo decenas de opciones.        

El origen de la simplificación viene de la era industrial, de  la producción en masa. Si únicamente puedo producir un modelo de tostador para hacerlo costo-efectivo, debo elegir cuidadosamente lo que “el  cliente” prefiere:  un botón o una perilla, por ejemplo. Con el paso de un poco de tiempo  se perpetuará el ciclo. 

Si entre pocas opciones “el  cliente”, es decir, ese grupo anónimo de consumidores, se inclina marcadamente por una de las soluciones, el mercado de fabricantes se decantará en forma concluyente por esa misma decisión, entendida como “lo que desea el cliente”.

Funcionó, y bien, por décadas.

Lo que es importante reflexionar es que existe un engañoso círculo vicioso en esa presunción.

Primero, precisamente porque el grupo en realidad no es homogéneo.   Dentro de la clientela existirá todo un gradiente de preferencias:  desde el que apenas tolera la opción y probablemente no la aceptaría si tuviera otra, hasta quien la escoge con total y plena satisfacción, pasando por todos los grados de preferencia y agrado.

En segundo lugar, porque confundimos aceptación con satisfacción. Para ilustrar, uso otro ejemplo. Si tengo un gran deseo de  ver una película  pero al llegar al cine sólo quedan los lugares al fondo de la sala y al pie de la pantalla, y decido entrar, primero, no fue mi elección preferente y, segundo, tal vez no resulta ser una opción lo suficientemente mala   para no entrar, lo que podría conocer sólo si entrevistara a quien eligió no comprar los boletos y decidió no asistir a la función, situación que no se registra.

Con una sala llena, podríamos pensar que la preferencia por los lugares es igualmente buena, lo que resultaría totalmente falaz ante lo decisivo que resulta el deseo de  ver la película, a pesar de lo poco satisfactorio en la disponibilidad de los asientos.

El mundo digital enfrenta muchísimo  menos restricciones impuestas y reales, comparado con el mundo físico.

La posibilidad  de ofrecer un gradiente más numeroso de opciones que  puedan ajustarse de mejor manera a las preferencias de la clientela   es abrumadoramente mayor.

No existen traslados. Ni almacenes. Ni perecederos. Por definición, el mundo digital no es físico. La cuestión es que inconscientemente,   y quizá  hasta irreflexivamente,      la clientela de cualquier bien o servicio comienza a acostumbrarse a un amplio menú de opciones.

De hecho, una de las tendencias que ha creado el mundo digital es la hiperpersonalización, que en palabras simples es la posibilidad de que el comprador pueda elegir   entre una amplia gama de opciones  al grado de  definir algunas características de su compra con una libertad prácticamente total para darse gusto.

Es claro que la hiperpersonalización se opone frontalmente a la ficción de “el  cliente”. ¿Cuál de ellos? ¿El ama de casa de mediana edad? ¿El   joven adolescente? ¿El   empresario de  edad madura?        

Ya estaba claro que el género, la edad, el signo del zodiaco, los temperamentos de Hipócrates, las preferencias religiosas y políticas o el nivel socioeconómico sesgaban nuestras elecciones.   ¿Cuánto más lo harán los nuevos hábitos de compra en el mundo digital?

¿Y en seguros?         

Nuestro sector asegurador gestiona productos híbridos. Parte de éstos  operan en el mundo digital, pero otra parte en el mundo físico, en especial lo relativo a los siniestros.

Por un lado, etapas del proceso como la presentación y comercialización de los productos puede efectuarse mayoritariamente en el mundo digital y por lo tanto  desarrollarse de modo más flexible. No cabrá duda de que esto contrastará con la evaluación del riesgo existente en el mundo físico, al menos la mayor parte de las veces.

Los intermediarios y las compañías de seguros tendremos que desarrollar nuevas habilidades para entender una ilimitada diversidad de intereses y preferencias, evaluar la factibilidad de satisfacerlas y con ello ser relevantes, distinguir lo sustantivo de lo accesorio, implementar eficiente y rentablemente lo posible y, ante todo, transmitir al prospecto o cliente la diferencia entre lo que puede y lo que no puede hacerse en el mundo real y en el digital, en materia aseguradora.

  ¡Tan bonita que era la ficción de “el  cliente”! La extrañaremos con sentida añoranza.

Las opiniones expresadas en los artículos firmados son las de los autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de El Asegurador.

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